Salí del agua y me arrastré por la arena hasta el mejor espacio. Ella me descubrió cavando apacible; y al verme se dio cuenta de lo que en verdad necesitaba, de lo que le tomaría inventarse esa felicidad, aunque luego perdiera la noción de ella. Quiso ser verde, del color de la tierra que con sus pies besaba a diario. Quiso ser trascendente, casi eterna, y arrastrar la consciencia de cada mente cuyas huellas hubiera pisado. Quiso vivir el tiempo suficiente para verlo todo, para conocerlo todo y poder morir satisfecha. Quiso que su hogar fuera su cuerpo, no ser de ningún sitio ni prescindir de nada que no fuera ella misma, no estar encadenada siquiera a sus logros para poder darles la espalda y nadar libre cuando quisiera olvidarse de todo, cuando quisiera comenzar otro viaje. Quiso tener la memoria perfecta para poder morir donde nació, para poder dar vida donde vivió, para recordar cada lugar y cada rostro que conociera en sus largas trayectorias. Quiso ser esa criatura que ponía sus huevos casi al final de la playa. Pero al saber que era imposible se recargo en sus brazos nuevamente, pues supo que nunca sería tortuga, ni así de verde ni así de libre, nunca así de perfecta.
La vi acostarse en la arena y caer casi dormida, sin quitarle atención a su nueva utopía. Ahora yo la admiraba sin saberlo. La observé por un momento antes de cubrir el hoyo fecundado y darle la espalda. Vi hacia el mar que me esperaba con recelo por aquello que observaba. Tomé la mochila, me la eché al hombro, y sacudiéndome la arena seguí viendo de frente; la vi a ella, moviendo sus aletas y entrando al agua con algo de esperanza, pero sin reflejar ningún sentimiento. Cuando vi su concha sumergirse por completo me di la media vuelta, y al darme ganas de conocer el mundo, supe que ahora yo estaba parada en la playa y ella era la que se alejaba, dejándome ahí, tan imperfectamente humana.